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miércoles, 17 de mayo de 2017

Treblinka: paréntesis cinematográfico para seguir hablando de Venezuela.



I.- El filme: Treblinka, Sérgio Tréfaut. Portugal, 2016.

Cuando viajas con alguien... siempre tiendes a mirar lo que te rodea con extrañeza mientras que, cuando viajas solo, el extraño siempre eres tú”.
Enrique Vila-Matas.

Todo está sucediendo otra vez...

Vamos rumbo al Este, ese temido Este que tiene como punto de origen, el muro que separó al territorio alemán. Es un viaje lento, pausado, que pareciera no tener fin, aunque su fin está ya encerrado en sus vagones. Vamos hacia Treblinka. Una Treblinka que pareciera quedar, incluso más allá de los Cárpatos, mucho más allá. Porque es un viaje hacia la muerte. Un viaje lento, pausado, con un definitivo final. 

Es un tren habitado por fantasmas. Seres desnudos, porque para morir no hacen falta las ropas. Ni tampoco hacen falta éstas, en el más allá de la frontera del horror. A través de las empañadas ventanas del vagón, porque es un viaje de invierno, sólo vemos estaciones vacías, quizá con algún paseante que desconoce la carga que dicho tren porta en su interior. 
 
Pero ahí, junto a los fantasmas, se encuentra una elegante mujer. Una que regresó del horror y ahora emprende el retorno, para recordar y reconocerse en sus compañeros de ruta. Y junto a ella, viaja una voz, la voz de otro ser que sobrevivió a los viajes: al de ida y al de regreso. Ella es Marceline Loridan-Ivens, la viuda de Jori Ivens, quien sobrevivió a los trabajos forzados en Birkenau. Él en cambio, es uno de esos pocos que no sólo lograron sobrevivir en Treblinka; sino que además, se fugaron en una acción sin precedentes en los campos de concentración polacos. Su nombre es Chil Rajchman, quien recogió su dolor y tormento, en el libro Treblinka: a survivor’s memory (Je suis le dernier juif, en francés). A estos testimonios, el director de origen brasileño, sumó las confesiones de Frank Stangl -el jefe a cargo de Treblinka- recopiladas en forma de entrevistas por Gitte Sereny en Into That Darkness.

Para evitar “el turismo del holocausto”, que infesta los trenes que desde el Oeste parten hacia Polonia, y para evitar caer en la banalización de las imágenes del horror (una banalización que muy explica Susan Sontag en Ante el dolor de los demás), Tréfaut opta por el ensayo-autobiográfico como forma para narrar la historia de millones de judíos (pero no sólo ellos), que fueron exterminados por un poder ciego, pero sobre todo, temeroso del otro. Para el director “la palabras pueden ser más fuertes que las imágenes”. 
 
Por esta razón, Tréfaut opta por una imagen cerrada sobre sí misma: el interior del tren, donde habitan cuerpos sin identidad ni dignidad alguna, como sus viajeros de la época. Y a ellos, a ese espacio cerrado que es metáfora de las fosas comunes a dónde serían arrojados; les superpone una voz en off, que nos narra cómo sobrevivió ese hombre que pudo ser otro; y que de hecho, ahora lo es. 
 
El tren se convierte entonces, en las páginas de un diario. Los cuerpos desnudos, en los miles de compatriotas que no sólo vio morir, sino que ayudó en su ejecución. Quizá por eso lo acompañan en este tránsito. Por llevar sus vidas a cuestas.

Uno de los momentos más duros de la confesión, y que el tono monocromático de la voz en off lo hace parecer un retahíla sin fin ni finalidad; es cuando el entonces prisionero, descubre que para sobrevivir, necesita de la llegada de otro tren y de otro y de otro, cargados de judíos que no pasaban más un día sin entrar en las cámaras de gas. Porque Chil, que bien pudo llamarse Hermann o Joseph; era uno de los prisioneros trabajadores del campo. La maquinaria nazi, utilizaba a los mismos judíos para la manutención del campo. Ellos eran barberos, seleccionaban las ropas utilizables, cargaban los cuerpos a las fosas comunes, y extraían los dientes de oro que enriquecían las arcas de la SS, la Gestapo y toda la maquinaria mortuoria. Así que para su subsistencia, necesitaba la llegada de los trenes. Y una tarde, no llegó tren alguno. Y Chil sabía que eso significaba, convertirse en un ser prescindible. En un muerto más. Por lo que, contra todos sus valores y solidaridades; suplicó por la llegada de un nuevo tren. Lamentablemente para muchos, sus deseos se cumplieron. 
 
El tren hacia Treblinka es una metáfora del viaje que algunos emprendieron sin retorno; y que otros, han tomado de vuelta para evitar el olvido y darse cuenta de que son seres extraños: extraños por sobrevivir, extraños por hacerlo a costa de sus compatriotas sin rostro, sin nombres (Treblinka es uno de esos campos que, dada la rapidez con la que se llevaban a cabo las ejecuciones -un prisionero no pasaba más de un día sin ser enviado a las cámaras de gas-; y del hecho de que en los trenes, ya la mitad de sus pasajeros, o bien habían muerto, o se habían suicidado al tener la certeza de su destino; ha sido muy difícil no digamos identificar los nombres de sus víctimas, sino incluso contabilizarlas). 
 
Pero por sobre todas las cosas, Treblinka se constituye en un relato biográfico. Y juega con las licencias que toda biografía digna de ese nombre, tiene a su disposición: el yo que escribe, no es el mismo que es escrito (piense en Kafka y en K.); los hechos que se relatan, no son los que de verdad nos ocurrieron, sino la forma en los recordamos (recuerde a Walser); y el sujeto narrado, no es único, sino polivalente (¿cómo hemos de nombrar a Pessoa?). 
 
Treblinka entonces, no es un lugar, no es el relato de algún sobreviviente. Es un viaje en tren lento, pausado, donde la extrañeza no está en lo que el velo invernal nos deja ver o nos oculta; sino en nosotros, esos seres desnudos, que lo habitamos y lo hacemos real, junto a sonido de lo rieles sobre la nieve. 

La larga marcha.
 

II.- Un año después: Venezuela
Hoy revivo este nota ya publicada tiempo atrás, y recuerdo de nuevo esta pieza audiovisual; porque la historia de Chil, cada día se parece más a la nuestra. La de nosotrxs lxs venezolanxs de 2017. Incluso hasta en la dirección del tren: el este, ese temido Este caraqueño.
¿Por qué? Porque Chil nos declara, abiertamente y asumiendo lo terrible de sus deseos, que la frontera entre víctima y victimario es temporal y vana. Que una vez puesta a rodar la maquinaria de la violencia, todos seremos arrollados por ese tren. Un tren que va a mucha más velocidad que los trenes hacia Polonia. 
 
Un tren que pasa delante de la vista de muchos, que bajan la mirada, que no hablan sobre su conocimiento de la carga que transportan. Que niegan la realidad de sus pasajeros y ocultan en la bruma el nombre de la estación final. Que son cómplices, incluso a sabiendas que mañana, quizá sean ellos mismos los próximos pasajeros.

Porque se trata -siempre- del Otro. De traspasar tu terror, tu miedo, tus actos y sus consecuencias y tus responsabilidades, al Otro. El primer campo de concentración Nazi, estuvo en Alemania. Fue construido para asesinar a los comunistas, que eran la piedra de tranca de Hitler para tener la mayoría total en el Parlamento (mucho antes del comienzo de la WWII).

Pero después, su inteligencia (no hay que negársela, eso sería muy inocente) lo llevó a mudar la fábrica del exterminio (recuerden que Ford fue su amigo, asesor y financista y le ayudó en hacer de la muerte una fábrica: obreros, patronos, horarios estrictos y hasta normas de higiene) hacia más allá de sus -para entonces- fronteras. Le cargó al Otro, a los polacos, a Polonia misma; la destrucción de la propia Polonia.
 
Pero no se piense sólo en Hitler y en el partido Nacional Socialista. Piense también en la actitud similar asumida por los aliados al final de la guerra: repartición de la zona en pequeños territorios “propiedad de”. Así cada aliado, dejaba del otro lado de la frontera, la operatividad de la respectiva cuota de la maquinaria de la muerte que siguió funcionando. 
 
Nuestra Caracas de hoy no tiene un Check Point Charly tan glamoroso y multilingüe como el de Berlín. Y sin embargo, está dividida. 

Un conteiner que separa: ¿qué podría contener?
  
Y estamos todos viajando en ese tren hacia Treblinka.

Es necesario entonces, que actuemos con la valentía Chil: que aceptemos nuestras sombras y que sea a través de un gesto de reconciliación con nuestro propio ser; que comencemos por perdonarnos y luego.... luego a crear un relato donde todxs tengamos cabida.

No se pide perdón ciego. Tampoco revanchismo. Ambas cosas han demostrado ser infructuosas. 
 
Se pide, y por necesidad, reconocer nuestras acciones y los relatos que las legitimaron en determinado momento (incluyendo los relatos creados por nosotros mismos). Porque la legitimidad es como la dualidad víctima-victimario, temporal. Las narrativas que hoy legitima ciertas acciones; mañana caerán en desuso y hasta actuarán en contra. Por lo que se trata de asumir la construcción temporal de ciertas motivaciones y justificaciones; y buscar en el terreno de lo simbólico un relato, quizá no de tipo fundacional (como la Bildungsroman alemana), pero que al menos siente las bases para la construcción de una sociedad posible. De una utopía, entendiendo por ésta, el campo de la potencialidad: aquello que cada sujeto, cada grupo social posee y que es factible de ser. Evitando por supuesto, los impulsos que nos llevan de lo utópico a lo distópico. 

 


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