La autonomía del comer.
Sobre Candy Bar, el más reciente documental de Alejandra Szeplaki.
Candy Bar, Alejandra Szeplaki, 2018 |
1.-
Desde pequeña, no me gusta el refresco, ni las tortas con merengue. De hecho, en las fiestas de mi infancia, sólo aceptaba el helado y la gelatina. Hoy, no me desvivo por ninguno de los dos; y me mantengo firme en mi negativa ante las gaseosas (ni el Cuba Libre sobrevive). Sigo ajena a la crema pastelera. Y nada de chucherías, incluso en el cine. Era una niña rara. Hoy, el aguacate solo lo tolero en guasacaca. Adoro las acelgas y espinacas, pero no el berro. Soy fan de la berenjena y el calabacín. Las frutas, se me dan mejor en jugos o mermeladas que en su forma natural. En fin, que se trata de mis gustos culinarios…
¿Pero son éstos en realidad mi gustos? ¿Como lo que realmente me gusta, me gusta realmente lo que como? Eso que llamo mis gustos, ¿son míos en realidad?, ¿tuve la autonomía para forjar en mis papilas gustativas amor por ciertos sabores y rechazo por otros?
Más allá de las teorías conspirativas sobre la publicidad y el mercadeo y el mercado; hasta hace poco creía que sí. Que yo y mi voluntad, habíamos cultivado un gusto por la comida y también, por qué no, un placer por el comer.
Pero entonces me topé con Candy Bar, el último trabajo de la Szeplaki, y todas mis convicciones temblaron. Mi supuesta autonomía del gusto entró en duda (y hasta en pánico).
2.-
Viviendo aún dentro de nuestras fronteras, Alejandra se plantea un filme sobre lo que comemos. La motivación principal, era la meta del milenio alcanzada por el gobierno en lo que a materia alimentaria se refería. La FAO nos celebraba el esfuerzo y hacía entrega de un título que poco nos duró. Dos años después y con el documental ya casi listo; el panorama de la alimentación en nuestro país había cambiado radicalmente y todo lo planteado en el discurso del filme, carecía de vigencia. Eso es un documental. Ese es su riesgo y su virtud.
A la par, la directora decide emigrar con su película a cuestas, sabiendo que tendría que no sólo remontar lo filmado; sino darle un giro a la narrativa original para enfrentar la nueva situación venezolana. Ahora, somos un país de gente mal alimentada, otra subalimentada y otras miles, que no se alimentan (casi) nunca.
Szelpaki acepta el reto y con apoyo argentino en la producción, rearma el discurso estructurándolo en tres tramas que se superponen unas a otras y que buscan darle coherencia a lo filmado, a lo que tuvo que filmar y a la entrada de un nuevo país como socio del filme y que por ende, exige protagonismo en la historia. Para otra ocasión, dejamos una entrevista a la realizadora sobre este work in progress que significó la producción no de uno, sino de dos filmes “en directo”. Una valiosa lección para todos los realizadores (más en las actuales circunstancias de la industria local y regional).
3.-
Para lograr su objetivo, la directora arma tres tramas y divide la narración en tres capítulos. Las tramas amparan el discurso general sobre el tema alimentario. Los capítulos abordan los tres aspectos que se quieren subrayar en relación con la comida y el acto de comer (dos cosas que van unidas, pero que no son lo mismo, valga acotar).
La primera capa narrativa versa sobre lo que come la gente y por qué, lo que opinan al respecto, lo que sienten cuando comen, lo que hacen para comer (y comer mejor, cuando se puede). Esta primera capa cumple con los cánones del clásico documental de entrevistas, construyendo una serie de “personajes” cuidadosamente seleccionados, para sustentar el argumento. Tenemos entonces la exmiss, la “gordita” que aspira a una mejor figura (pero a quien sus propias condiciones materiales de existencia, le hacen casi imposible lograr su meta); dos líderezas comunitarias que cultivan y educan a sus familias y vecinos; una doctora clase media alta quien cuenta con la ayuda de su “doméstica” en la preparación del menú diario; y una abogada venida del campo y que en pleno corazón capitalino, sembró su conuco y come lo que sus manos cultivan.
A la par de estos personajes, nos topamos también con algunos argentinos entrevistados al azar. Se siente el peso de Venezuela en esta diégesis, no sólo por la cantidad de entrevistados, sino por el tratamiento dado a los mismos. Mientras que los argentinos nos hablan desde las calles, como transeúntes que efectivamente transitan una narrativa “ajena”; las venezolanas nos hablan desde sus espacios de vida: casas, comunas, barrios, cocinas, etc.
La cocina como espacio femenino. |
Curiosamente, no hay hombres en dicha narrativa (y como veremos en ninguna). Con la excepción de un productor urbano -con título universitario que ampara su experiencia- que alimenta la despensa de un restaurante del este capitalino, dirigido por un chef, también hombre. Será que la comida, ¿es también una cuestión de género? ¿Las mujeres pa’ la cocina y los hombres a la cuisine? Pregunta pendiente de respuesta.
Se establece luego, por encima de esta primera narrativa, una línea más argumentativa, que hila las diferentes experiencias de vida, bajo el paraguas científico y académico. La antropóloga argentina Patricia Aguirre nos explica el carácter social, económico y político del comer. Será ella quien marcará los tres capítulos que conforman el abordaje que sobre la comida nos brinda el filme. Convirtiendo entonces a Candy Bar, en un documental cuyo tema final no es tanto la comida como el acto de comer: sus orígenes, las causas de su actual estado y las consecuencias del mismo.
En última instancia, pero que es la primera, surge una mega-diégesis con otro personaje, quien desde su yo como narrador y creador de ese universo, viene a contarnos cómo nace la preocupación por el tema y cómo se desarrolló la elaboración del documental a través del tiempo. Se trata del personaje de la directora: desde que tuvo la idea entre manos, hasta que culminó el trabajo en otro país y con otra película. Tan sólo dos años es cierto, pero en el que nuestra Venezuela fluctuó tanto, que hacía imposible asir de manera coherente cualquier discurso que fuera trasversado por la economía y la política (y la comida, está presente en ambas).
Esta diégesis es la más débil. El personaje de la directora, si bien hace el viaje por los avatares de la producción; no conecta de forma concreta su historia, con la de los otros personajes que padecen o disfrutan, el acto de comer y la consecución de alimentos sanos para ello.
4.-
Que la comida es un acto social y económico, lo tenemos más o menos claros los comensales. Aquellos privilegiados que podemos alimentarnos, al menos una vez al día. Aunque semánticamente, comensal es una persona de categoría diferente a aquel que come, a aquel que se alimenta o, subsiste ingiriendo lo que consigue a su paso. Es decir, comensales son pocos; comedores somos muchos.
Pero (casi) todos comemos en familia, con amigos, o en la estricta soledad de la oficina y su confinamiento. (Casi) Todos comemos los alimentos que podemos pagar, o los que podemos conseguir. Otros se esfuerzan por ingerir los alimentos más sanos; otros sólo pueden conformarse con los menos indicados.
Cuando hablamos de comida entonces, parecemos estar en el terreno de la cotidianidad, del diarismo. Incluso, puede el tema a veces parecernos molesto o aburrido, cuando es a nosotros a quien nos toca hacer mercado o pasar rato en los fogones: debo cocinar mi almuerzo de mañana, qué meto en la lonchera de los chamos, llegué cansada de la oficina, ceno o paso de largo… Rutina, rutina tras rutina.
Pero resulta, tenía que venir una bofetada para tomar conciencia, que la comida y el acto de comer, no son tópicos restringidos al ámbito personal (o familiar). El acto de comer, que también ha devenido (fundamentalmente) en un acto de consumo, es un acto social, económico y político; en el que los ciudadanos hemos perdido la autonomía de nuestra selección alimentaria.
Si usted creyó que cuando posee el dinero necesario, come lo que le gusta o se le antoja; está más que equivocado. Come lo que otros deciden por usted. Otros varios que van desde grandes corporaciones de procesamiento de alimentos y comidas (que cada vez alimentan menos), hasta el gobierno que puede favorecer (o no) cierto tipo de políticas que enrumban hacia nuestras despensas ciertos productos y no otros.
¡Sorpresa! No me gusta el calabacín por decisión propia.
El mercadeo de alimentos: una cuestión también política. |
5.-
¿Entonces como lentejas con apio porque no hay más nada? No exactamente. Este mundo en que vivimos tiene la capacidad de brindarnos comida suficiente para satisfacer la demanda de los habitantes actuales. Y no es tema sólo de la madre tierra. Se están produciendo los alimentos (el cómo se producen, es capítulo aparte). Sin embargo, por la ya clásica mala distribución de la riqueza; los pobres y más pobres, sólo tienen acceso a la energía barata: carbohidratos, azúcares, etc. Piense usted en la comida rápida (barata en todos lados, menos en nuestro país, donde barato no es nada), en los llamados snacks, que se han convertido en la merienda de los niños y en el almuerzo de los trabajadores. Sin olvidar la caja CLAP: harinas, más harinas, grasas, enlatados y algo de proteínas (las baratas: los granos).
Los ricos, ese 10% de la población que existe aunque usted no lo vea, tienen acceso a las energías caras que son las saludables. Proteínas de primera: carnes de todo tipo (piense usted en comprar pescado y saque cuenta de su presupuesto), alimentos poco procesados (es decir, con la menor cantidad de químicos y de procedimientos industriales en su fabricación), vegetales, hortalizas y frutas.
Todo aquel que ha hecho dieta por alguna razón u otra, sabe que comer sano es lo más costoso del mundo. Cada vez que le veo el precio al kilo de lechoza, entro en llanto.
El sistema (capitalista y neolliberal, así se arrechen algunos de los lectores), está hecho para que solo el adinerado pueda ser llamado comensal y ser un sujeto saludable. El pobre estará desnutrido, y será gordo, feo, sudoroso y propenso a muertes evitables como los infartos…. Usted y yo, mal comeremos lo que la industria más vende (piense en los los cines, que hacen más dinero con los snacks que con los tickets) y tendremos a su vez que pagar medicamentos a la otra gran industria mundial (que en muchos casos, es su socia -Monsanto, Bayer-)
Donas: lo único sano es el "hueco". |
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Pero no se trata solo de la distribución de los alimentos según la clase social a la que se pertenece. Se trata también, de la procedencia de dichos alimentos. ¿Sabía usted que en los actuales momentos en nuestro pabellón sólo el plátano es 100% venezolano? Ya de criollo, le queda poco al plato nacional.
El gobierno ha fomentado una economía de puerto en detrimento de nuestros campos, logrando que la arepa, producto de las manos del “hombre de maíz”, sello de nacimiento y ciudadanía según la Polar; sea ahora elaborada con harina procedente de México y Brasil (por nombrar dos que están justo ahora en mi despensa). Igual pasa con las caraotas negras, famosas por su versión con azúcar o sin azúcar. Los porotos vienen ahora de Argentina o Nicaragua; y el azúcar de la discordia, viene de Brasil (otra cita de mi propia despensa).
Cuando no hay soberanía en la producción de alimentos, y a eso usted le suma la imposibilidad de seleccionar lo que come -la falsedad de la hipótesis del gusto-; resulta ser que somos seres carentes de autonomía hasta en el ámbito de nuestra propia alimentación.
No se puede ser autónomo cuando nuestros gustos, nuestros deseos alimentarios y alimenticios; son producto de una selección restringida e impuesta. El clásico ejemplo del niño que odia la espinaca porque nunca la ha comido. Y que luego quizá la acepte, porque Popeye la come y lo hace fuerte. Claro, Popeye ya no emociona a mis sobrinxs nietxs; y nuestros actuales super héroes son abstemios y anoréxicos.
Pero nosotros, ahora adultos, seguimos sometidos a las decisiones relacionadas con el gusto que nos ofrecen los medios; las despensas organizadas de los súpers; o lo que ofrece la caja Clap. Con suerte, el verdulero gocho de su cuadra esta semana traerá hortalizas. Esperemos nosotros contar con la misma suerte, y poder pagar el brócoli.
El cultivo del gusto, como el cultivo de alimentos, toma tiempo. Requiere de cariño, de ciertos esfuerzos, de tener opciones de selección; y sobre todo, de educación y formación.
Debemos rescatar el campo (y la ciudad como espacio de producción, pues nada tan inútil como una ciudad, que consume y consume y nada produce -si quitamos la burocracia-); para así conseguir soberanía alimentaria en el ámbito de la producción. Y dejarle a los puertos, la ración que les corresponde en la proporción justa de aquello que no se puede producir localmente. El puerto como lujo (un bacalao, un espárrago, u otra cosa que su papila gustativa aún desconoce). Debemos también rescatar la conciencia sobre nuestro consumo. Para desde allí, comenzar a elaborar una autonomía del sujeto que somos.
Si el comer, como afirma el documental, es un acto afectivo y social, debemos rescartar esa esencia y amar lo que comemos. Cocinar para nosotros y para el otro que agasajamos con el producto de nuestras manos. Comer como acto erótico.
Si el comer, es un hecho económico, la lucha no es solo por tener el dinero suficiente para hacer un mercado sano y variado. Esa claro, es la primera batalla. Pero también lo es, la lucha a mediano y largo plazo, por cultivar lo que comemos. No podemos seguir fomentando un imaginario donde la comida provenga de una caja o una bolsa de plástico. La comida, viene del campo, aún cuando pase luego por procesos industriales necesarios e inevitables. Comer como acto de soberanía.
Y si el comer es un ejercicio político, es nuestro deber como ciudadanos reclamar, impulsar, proponer, fomentar y demás verbos adyacentes; una política que cambie el estado actual de la cosas. Que no por ser así desde hace mucho, son como deben ser. Comer como asunto público y de estado.
Ver para comer. |
7.-
Candy Bar, aludiendo a las barras dulces altamente procesadas, llenas de azúcar, colorantes y todo tipo de ingredientes, menos los “alimenticios”; es un documental político de gran importancia en este momento país y que asume un vital riesgo en el contexto actual.
No sabemos cuándo podrá ser exhibido nuevamente en el país. Creemos que su espacio no son las salas comerciales, visionándolo mientras nos atragantamos unos nachos de amarillo atómico Nº 5. Es más bien una película para ser exhibida en todo comedor existente: de fábricas e industrias, de escuelas, de hospitales. En toda comunidad que luche por su soberanía y autonomía (alimentaria, pero también política). En el campo ausente. En los comedores universitarios, en los comedores de las oficinas citadinas de la burocracia. Un documental para ver mientras comemos en compañía de otros. Mientras ejercemos nuestro derecho a ser comensales del mundo unidos.
Después de ver Candy Bar, no es que correré al gimnasio, dejaré las tortas de chocolate o abandonaré mi arepas mexicanas. No. Porque no es un documental de autoayuda, libro de dietas para una vida saludable y mejor. Ya alguien se robó ese queso y hay muchas vaca culpables sueltas por ahí. Candy Bar es un documental político en el sentido clásico en que esa palabra se aplica al género. Es incómodo. Toma tiempo cultivar el shock que nos produce. Pero es un documental urgente.
Descubrirme falta de autonomía en lo como, en lo que ingiero; que trago y trago sin conciencia, que creí tener gustos propios y que todo es un espejismo; no es algo que nos agrade a primera vista. Pero si bien el amor no siempre entra por los ojos; la experiencia dice que siempre entra por la boca. ¡Ver para comer! ¡Comer como ejercicio de nuestra (necesaria) autonomía!
Ficha Técnica:
Estrella Films y Cine World presentan Candy Bar.
Edición: Alfonso Herrera Mora y Franco Cruz.
Música: Nascuy Linares.
Diseño de Sonido: Marco Salavarría.
Sonido: Matías Lertora.
Diseño: Shakti Sánchez.
Director de fotografía: Leonardo Magliocoo, Mohamed Hussain; David Mosquera.
Co-Productores CNAC, INCAA, Programa Ibermedia, Cine World, Estrella Films.
Producción ejecutiva: Daniel Jerozolimski, Diego Corsini.
Producción: Daniel Jerozolimski
Guión y Dirección: Alejandra Szeplaki.
Tráiler: